miércoles, 20 de diciembre de 2006

El hombre sin sueños



Antes me permitía tener muchos sueños. No era consciente del peligro, así que desde pequeño los iba recogiendo de las calles y guardándolos en un cajón a espera de que crecieran. No discriminaba: El sueño de ser médico cabía junto al de ser bombero, el de ser rico junto al de ser bohemio, el de pisar la luna con el de ser vulcanólogo. Así, al cabo de los años, tenía tantos sueños que extendidos podrían haber dado la vuelta al mundo. Pensé incluso en hacer un museo con ellos.

Ignoraba sin embargo los problemas que me iban acarreando en el día a día. En primer lugar, la falta de espacio. Por mucho que uno quiera y por poco espacio que parece que ocupan en un principio, si se tienen tantos sueños como tenía yo por entonces, habría hecho falta un palacio para poder vivir junto a ellos sin estrecheces. Y ese no era mi caso. En un principio dediqué una habitación entera para ellos, pero finalmente fueron colándose en mi dormitorio, en el salón y hasta en el plato de la ducha. Probé varias fórmulas de almacenamiento, pero al fin la que se declaró más sencilla fue reducir el mobiliario a lo imprescindible: Dos sillas, la cama, una mesa y dos cajas para el resto de mis cosas, lo que constituía un problema cuando venían visitas, ya que tropezaban continuamente y tenían que sentarse en el suelo.

Otro de los problemas, a la postre el que acabaría con mi trabajo y mis relaciones sociales, era la inoportuna costumbre de despertarme en plena noche con sus manías, como la del miedo a la oscuridad. Traté de enseñarles a dormir por ellos mismos, incluso les dejaba una luz encendida para que pudiesen conciliar el sueño. Pero fue inútil. Al final, terminaba levantándome en plena madrugada para acurrucarlos en mi regazo hasta el amanecer, cuando tenía que marcharme a trabajar. Tal eran sus llantos y lamentos implorándome compañía, que al final tuve que dejar mi empleo. Ni que decir tiene que poco después fue mi novia la que se enceló de ellos y me abandonó. Lloré algunos días, pero luego su ausencia se me reveló práctica y dejé de llorar.

Y es que crearon en mí una insaciable dependencia, tal que no era consciente de lo que sucedía a mi alrededor. Salía lo imprescindible de mi casa a comprar lo básico: Pan, leche, comida en lata. Y a la vuelta siempre volvía con algún otro sueño que me había encontrado malherido en la calle, desechado probablemente al amanecer por alguien harto de su quisquilloso existir, lo cual agravaba la convivencia. Eso sí, tenía momentos maravillosos junto a ellos: Los colocaba en la mesa, les rogaba que no se movieran y los observaba durante toda la tarde como un becario de ciencias, ojeroso y hambriento. Por desgracia, al tiempo tampoco pude dedicarme a estar con ellos en casa, pues una mañana el dueño del piso llegó un cerrajero y, sin derrochar palabras, me echó a la calle con mis sueños y mi desgracia. Acabé durmiendo en portales de casas abandonadas.

De día, pedía junto a ellos en alguna iglesia, o a la salida de un restaurante. Al anochecer, los recogía y los transportaba con grandes esfuerzos hasta algún rellano donde pasar otra noche sin fin-. Los viejos murmuraban al pasar a mi lado - pobre chico, todavía no ha comprendido nada –. Pero al poco el hambre el frío y la inanición se encargaron de enseñarme que todo se reducía ya a una mera cuestión de supervivencia: O mis sueños o yo.

La decisión la tomé un día en el que la lluvia calaba y los sueños dormían tiritando bajo mi abrigo. La tos me impedía respirar, y decidí liberarme de ellos, poner fin a aquella relación enfermiza. Los arrastré sin misericordia hasta un contenedor de basura y allí, a un lado, los dejé abandonados por si alguien los quería, a mí me traía sin cuidado ya su destino. Y me alejé con pasos rápidos tapándome los oídos para no escuchar su llanto, para no sucumbir de nuevo a la belleza de su azul brillante bajo la lluvia. Unos pasos después la intranquilidad me hizo volver para ver como estaban, y me quedé más tranquilo al ver que unos niños los habían descubierto y hacían acopio de lo que podían. No sabían de su peligro, de que algún día se arrepentirían como yo lo hice de recogerlos. Pero yo no hice por advertirles. Pensé que cada uno debe tener su tiempo para el error y además, bastante tenía yo con intentar recuperar mi vida.

Poco a poco me voy desenganchando. Procuro no leer más que los periódicos, no ver películas interesantes, no escuchar determinada música. Y si alguien me habla de sus sueños le ruego que se calle, que soy un enfermo rehabilitado y puedo volver a recaer. Está siendo duro. Aún me conmueve cuando los veo harapientos en las calles, buscando un nuevo protector. Pero les vuelvo la cara y me digo que no los necesito. Que quiero ser por fin un hombre sin sueños. Que quiero ser alguien como tú.

ÁNGEL CÉ, ESPAÑOL. Su blog: Deambulatorio

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La ilustración de Ángel Cé

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Es precioso un relato donde un hombre con sueños de otros se queda con los suyos propios, cualesquiera que sean.
Es precioso que aún sigan existiendo cronopios sueltos y vivos.
Otro acierto para esta nueva revista literaria que promete. Espero que tenga una vida larga.

Es.

Anónimo dijo...

"Que quiero ser por fin un hombre sin sueños. Que quiero ser alguien como tú."

¿Y tú cómo sabes que yo no tengo sueños???

el que deambula dijo...

Ese "tú" está para que cada cual reflexione si se da o no por aludido y si sigue, o no sigue, teniendo sueños.

Ni el Yo ni el Tú del relato son míos ni tuyos, espero.

Gracias por comentar.

Anónimo dijo...

Once I had a dream,
but now i just have debts
and a tv, and a car; and a bird.
Once I had a dream
but now i just have blue.

It doesn´t matter anyway.
Dreams are just fog in the moon.

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Nacho Bornandcry - "Moony Mary"

Anónimo dijo...

Perdona el comentario toca-narices. Estaba clara tu intención. Tal vez es que me di por aludido porque -ja, ja- es cierto que ya no tengo sueños.